De niños, solían llevarnos a algún lugar los fines de semana: a una
fiesta de familias cercanas, lejanas o desconocidas, al bosque de día de campo
o a las quesadillas a las Fuentes Brotantes. En algunas ocasiones a un largo viaje de
vacaciones al bajío mexicano, con el itinerario familiar clásico: Plateros-San
Juan de los Lagos, viaje al cual solo llevaban a alguno de nosotros –por
espacio-, como ese bonito año, en que me llevaron a mí. Llevaba mi colección de
los cromos recortados de la parte trasera de los cerillos La Central, para irlos viendo en el camino y si por casualidad se
necesitaban para identificar algo. El regreso fue la
historia de Uruapan y la Tzararacua y la noticia de que en las próximas
vacaciones yo no iría. . . no iría
a “Acapulco”.
La parte de la historia de mi
“no ida a Acapulco” fue muy cruel, pensaba por esos días que era sumamente
injusto que hubieran decidido no llevarme a mí a ese viaje a Acapulco, ya que hacia algunos años había comenzado
una preciosa colección de tarjetas postales de México, colección acompañada de
una serie de documentos gráficos y artesanales sobre el país, y que demostraban
que mi interés nacionalista debería de imperar sobre cuestiones de logística y
espacio y yo debería de ser el primero
en ser incluido en ese viaje. Pero eso parecía no haber sido considerado,
sencillamente yo no iría, no iría a
Acapulco.
Esa tensión y estrés generado de esa manera desembocó en una nueva
crisis de ostracismo introvercial, que duro prácticamente hasta la noche
anterior al inicio de las vacaciones en Acapulco.
Me pasaba horas viendo una vez más las tarjetas postales, leyendo las
descripciones de la parte trasera, leyendo cosas sobre México, y pensando en la
injusticia al no haber sido considerado mi
nacionalismo exacerbado.
Y quizá fue eso o quizá solo una reconsideración de espacio en el auto o
quizá solo lastima, lo cierto es que mi
ostracismo introvercial concluyo de súbito, cuando mi tío me dijo:
-prepara una
maleta, mañana nos vamos temprano.
Acapulco fue desde antes de esa noche, un lugar mágico en mi vida, lo había
descubierto de niño en una de las revistas viejas que encontré en el cuarto de
los tiliches; tenia fotos en colores muy intensos de la quebrada y la Caleta. Muchas veces camino a casa, pensaba en llegar
lo más pronto posible para volver a ver esa revista, deseaba algún día estar ahí.
La revista desapareció luego de una de las lluvias diluvianas que hubo
en mi infancia, antes de la historia de Acapulco; pensé mucho en ello cuando
vimos por primera vez el mar.
Fig.1.
Fig. 2.
Fig. 3.
Imágenes como debieron verse aquellas
fotos de aquella revista, tomadas de las
diapositivas de la familia aun sin nombre de
los años cincuenta:
1.Vista de la Bahía de Acapulco,
con un crucero en el centro.
2. Playa Caleta
3. Vista desde el Hotel "La Playa".
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