Fue
ese fin de semana de las supercompras en el país, cuando caminando por la city,
el domingo se volvió manifiesto.
Había
sido una mañana muy fría, ya típica de ese otoño; quizá una brisa y quizá
muchos planes fallidos; la mañana con bruma, que habría de transformarse de
pronto en un día asolador, casi enfermizo, con el aire enrarecido y maligno. Y
caminando por esas calles de la ciudad despacio, sin prisa pues el día estaba aún
empezando y sin meta pues no quería llegar a ningún lado; solo caminar; solo
dejar pasar el tiempo mientras contaba
el presente; mientras se veía cercano un porvenir que se había retrasado ya en
llegar.
Luego
son unas calles y luego muchas calles más y luego muchas horas más y luego un
local en la calle con basura urbana anuncia el posible encuentro de algún
tesoro. La búsqueda no es exhaustiva, el tesoro brilla por si solo; el
vendedor, hábil, observador, casi psicoanalítico se da cuenta, propone un
precio, un elevado precio que ya no se regatea, pues aun así es el apropiado
para eso que él vende como basura y que para mí es un tesoro. Lo tomo con mucho
cuidado, lo coloco en la mochila que ya es parte de mi indumentaria defindesemana;
luego lo llevo a casa, lo lavo con delicadeza extrema, lo encero, y le doy un
lugar en la galería que ya casi no lo tiene. Me voy a dormir, solo pienso en el
encuentro de los últimos tesoros... por suerte.... quizá.